Hablar de fotografía

Acabo de leer una biografía de Diane Arbus, llena de fechas, hechos, listas de exposiciones, publicaciones y demás.  Todo muy útil — pero carente de vida.  Al autor le daría igual hacer una lista de las características de una cámara que de una persona.  Mi propia ‘instantánea’ mental de Diane Arbus quizás no sea tan objetiva pero, para mí, es mucho más veraz.

En 1968 escribí a su dirección en Nueva York diciendo que planeaba visitar la ciudad y me gustaría conocerla.  Me escribió de vuelta una nota garabateada de tres líneas corta y sucinta que decía: no quiero ver a nadie, pero, si insiste, venga … Y añadió la fecha y la hora.

Aquella mañana de septiembre caminé hacia su edificio de apartamentos y subí las escaleras.  El día estaba empezando pero yo ya me sentía como una bayeta estrujada por culpa de la sofocante humedad de Nueva York.  Llamé al timbre y una voz gritó «Váyase», lo cual fue bastante desconcertante.  Así que volví a llamar.  El mismo grito.  Llamé una tercera vez y la puerta se abrió lo que permite una cadena de seguridad y una boca me dijo que me pirara.  Rápidamente le dije quién era y que teníamos una cita.  La boca permaneció en silencio unos segundos y después dijo: «De acuerdo, puedes pasar, ¡pero sólo si no hablas de fotografía!»  Ahora era yo el que dudaba, pero acepté.  La puerta se cerró seguida de un tremendo forcejeo.  Después fui admitido, la barra de hierro fue recolocada sobre la puerta blindada y fijada al suelo, las cerraduras se cerraron y la cadena se volvió a colocar.  Ésto era Nueva York.

El apartamento era sorprendentemente espacioso y espartano, con paredes blancas y pocos muebles en amplios espacios abiertos.  Diane Arbus era pequeña y delgada pero parecía muy enérgica.  Pensé que podría ser muy explosiva e irascible.  Llevaba el pelo corto y oscuro y ni sonreía, ni cumplía con las cortesías habituales.  Mientras me guiaba hacia la cocina, en la que había una mesa larga y bancos, me fijé en que llevaba un jersey de cuello vuelto y una minifalda de cuero.  Era bastante sexy y parecía mucho más joven de su edad, 45 años.  Aunque no hice la analogía en su momento, retrospectivamente me recordaba un pequeño animal de peluche capaz de dar dentelladas feroces.  Era peligrosa.

Diane Arbus se dio cuenta de mi aspecto desaliñado y me preguntó si querría un poco de gelatina.  La idea de un postre de fruta frío en un día así era muy atractiva.  Mientras mezclaba los ingredientes en un plato, no paraba de picarme con afirmaciones como: los fotógrafos son tan aburridos que no puedo imaginar por qué quieres verlos, o, todas las revistas mienten y la tuya no es una excepción.  Una vez la gelatina estuvo preparada, la puso frente a mí en la mesa y se sentó a horcajadas sobre el banco de tal forma que su falda se deslizó por sus muslos, dejando sus bragas claramente a la vista.  O no se dio cuenta o no le importaba, y me miró agresivamente.  Tomé un bocado de la gelatina y pensé que iba a vomitar.  Era la cosa más asquerosa que me había encontrado jamás, como una mezcla de detergente y salsa de carne.  Los ojos de Arbus estaban clavados en mí.  Yo ya había tenido bastante, tanto figurativa como literalmente.  Escupí lo que tenía en la boca y dije: es de lo más repugnante, y si tomo algo más voy a vomitar por toda la mesa.  Estaba enfadado.

Entonces Arbus me asombró.  De repente se echó a reir.  Y cuando paró dijo, de acuerdo, ahora podemos hablar de fotografía.

— Bill Jay, Diane Arbus, recogido en Occam’s Razor: An Outside-In View of Contemporary Photography, Nazraeli Press, 1992